Vogts, hijo del futbol

Hans Hubert "Berti" Vogts es hijo del futbol. Lleva 57 años ligado al juego. Nació el 30 de diciembre de 1946, en una pequeña aldea llamada Büttgen. En 1954 empezó a jugar con el equipo del pueblo hasta que se lo llevaron a la Bundesliga. A los once años perdió a su madre; seis meses después murió su padre y quedó totalmente huérfano. El futbol vino a compensar su tragedia. Cuando llegó al Borussia Mönchengladbach estaba listo para escribir, ahí, todas sus páginas como futbolista profesional. Jugó 419 partidos, ganó cinco veces la Bundesliga. Una copa de Alemania. Levantó dos Copas de la UEFA. También fue seleccionado nacional campeón de Europa en 1972 y del mundo en 1974.

Le decían el Terrier. Una precisa analogía con las características de los perros de esta raza. Pequeño de estatura, decidido, enérgico e inquieto. Johan Cruyff fue su presa mayor. En el mundial de Alemania 1974, Berti Vogts lo nulificó. En los primeros instantes del juego lo acosó de tal manera que se marcó el primer penal en la historia de las finales en copas del mundo. Holanda se puso en ventaja pronto, pero el Terrier tuvo entre su fauces al genio de esa Naranja Mecánica que terminó exprimida por los astutos alemanes.

El hijo del futbol era querido por todos en casa y se convirtió en un personaje recurrente, de la radio y la televisión, que cantaba sin pudor en horarios estelares.

Un autogol en el mundial de 1978 contra Austria le marcó sus tiempos. Se retiró al año siguiente para ser entrenador. Tras diez años de aprendizajes, se convirtió en el mayor de los discípulos de Beckenbauer y cuando el Káiser pasó la estafeta, Vogts fue el heredero. Sus números fueron positivos: 67 victorias, 23 empates y 12 derrotas. Pero no suficientes para el monto de la herencia. Ganó la Euro de 1996 y nada más. Fue despedido tras el mundial de 1998, cuando después de sufrir con México en los octavos de final, acabaron masacrados por Croacia en la siguiente etapa. Paró dos años, intentó dirigir sin éxito al Bayer Leverkusen, y acabó trazando una exótica y accidentada ruta que empezó en Kuwait, pasó por Escocia, en donde es persona non grata; luego en Nigeria y ahora en Azerbaiyán.

Berti Vogts ha llegado a los míticos 64 años, la edad que alguna vez los Beatles marcaron como el punto de arranque de la vejez. En esta etapa de la vida se antoja un corte de caja para sacar los balances que acabarán sosteniendo los intereses de la memoria. Como entrenador no ha podido forjar buen recuerdo, aunque su instinto lo haga ser obstinado. Del Terrier hoy quedan fotos inmortales y el recuerdo eterno que debe guardar el propio Johan Cruyff.

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Futbol en la Tierra de Nadie

Aquella Navidad de 1914 se jugó al futbol en la tierra de nadie, en ese pedazo de terreno que separaba a las trincheras alemanas de las británicas, en el Frente Oeste de la Primera Guerra Mundial. Entre lo absurdo de la hostilidad, el balón vino a ser una simple metáfora que puso en evidencia lo atroz de la matanza más grande en la historia de la humanidad.

En la víspera del 25 de diciembre, el fuego cesó sin ninguna orden suprema. Los alemanes decoraron sus trincheras y cantaron Stille Nacht. Los británicos respondieron a los cantos en su idioma. Aquello en alemán significaba Silent Night en inglés; Noche de Paz, en español. El hecho es que se selló una tregua fugaz entre los enemigos. Y ahí en la tierra de nadie, compartieron cigarros, recuerdos, sonrisas y un buen trago de whisky. Estaban en un llano de Bélgica, en Ypres y se dice que la tregua se propagó hacia otras trincheras en donde se hizo lo mismo. Desde luego que hay muchas historias. Una gran parte alimentadas por la inquieta imaginación que buscó consuelo en la fantasía. Varias hablan de partidos de futbol entre los bandos porque es un hecho que tras el balón no se puede, ni se debe correr armado. Por eso la metáfora cobró tanta fuerza.

Muchos años más tarde, previo a la Euro 1996, la banda inglesa The Farm inmortalizó aquel instante del pasado en la canción All together now , que es también ya un himno futbolero. Pero volvamos a la tierra de nadie. Muchos soldados escribieron a casa y relataron los detalles de la tregua. Alguien dice que rodó un balón de la nada. Otro contó que jugaron más de media hora. Muchos nunca olvidaron que alemanes y británicos disputaron ese hermoso partido de Navidad que puso en jaque los sentimientos bélicos.

La FIFA tiene registrado que Alemania e Inglaterra se enfrentaron por primera vez en 1930, pero en aquel espacio entre las trincheras lo hicieron 16 años antes. Por cierto, esa vez ganaron los germanos tres goles a dos sin que nadie haya desmentido jamás el resultado. Más allá del futbol, los enemigos se habían familiarizado. Y los altos mandos, enfurecidos por la osadía de sus tropas, juraron romper con cuanta tregua se impusiera a punta de cañón. Pero aquella Navidad de 1914 los hombres se dejaron de matar unos a otros y aunque sea sólo por una noche, los símbolos de la camaradería ratificaron su universalidad: una buena charla, un buen trago, mucha nostalgia y un simple juego de pelota fundieron en abrazos a las tropas enemigas que, tal vez, al otro día volverían a la guerra.

Streltsov: El Pelé Ruso

El 9 de diciembre se cumplieron 19 años de la desintegración de la Unión Soviética. La historia del futbol soviético tiene miles de capítulos. Su solo recuerdo invoca mitos y realidades que bien servirían para hacer un best seller. Los nombres de Yashin, de Blokhin, de Dasaev, sirvieron para la tediosa propaganda política. Pero hay un personaje maldito, al que se le ha confinado a los rincones menos iluminados de la historia que los propios soviéticos se encargaron de escribir. Tal vez, con un destino diferente, en el mundial de 1958, Pelé hubiera sido opacado por el Pelé Ruso, Eduard Streltsov.

La historia de Streltsov va de la mano con los momentos más cruentos de la Unión Soviética. Nació en los suburbios de Moscú el 21 de julio de 1937. Su padre, un militar de primera línea, acabó aniquilado en la segunda guerra mundial. La niñez la pasó en Kiev, Ucrania, y encontró en el balón la única luz de sus grises días.

En la fábrica donde su madre trabajaba detectaron el talento del muchacho y a los 16 años, el Torpedo de Moscú se apoderó de él para siempre. A los 18 años ya se había coronado como campeón de goleo y a los 19 se colgó una medalla de oro olímpica con su selección. El joven Streltsov nunca fue un ruso de hielo. Era bohemio, era libre, era un personaje incómodo para un sistema totalitario en donde hasta su peinado levantaba las sospechas de los camaradas del politburó. Pero el futbol soviético iba en ascenso. Aquella generación levantó grandes expectativas cuando obtuvo su calificación al Mundial de 1958.

En aquellos tiempos, el sistema de rivalidades soviético estaba marcado por los sectores obreros de la nación. El Torpedo de Moscú, equipo que representaba a la industria automovilística, tenía entre sus filas al más grande futbolista visto hasta entonces en la Unión Soviética. El CSKA, relacionado con el ejército rojo, y el Dynamo de Moscú, favorito de la KGB, solicitaron a las altas esferas la transferencia del virtuoso camarada, pero este se negó. Ni siquiera Lev Yashin fue capaz de hacerlo recapacitar.

Su indisciplina, tarde o temprano, le daría la lección de su vida. Lo acusaron de haber participado, con otras dos personas, en una violación contra una joven de 20 años. Él firmó su propia confesión. Después se supo que le habían prometido una solución que nunca llegó. Streltsov pasó siete largos años en la temida GULAG de Siberia, ahí aprendió el arte del silencio. Confinado en ese campo de concentración, los soviéticos fueron a dos mundiales y se coronaron campeones de Europa.

Los hubieras son crueles con estos personajes. Le pusieron el Pelé Ruso. Dicen que en 1958, dos selecciones llegaban mermadas a la copa del mundo. Los ingleses tras perder a sus jugadores en el trágico accidente del Manchester United y los soviéticos al no contar con Streltsov, aquel hombre alto, delantero potente, dotado de un primer toque fino y una inteligencia futbolística extraordinaria.

Siberia lo hizo callar sobre aquel asunto, pero regresó a las canchas con el Torpedo. Volvió a ser campeón, volvió a anotar goles, tantos que, a pesar de sus siete años de encierro, es el cuarto máximo anotador en la historia del futbol soviético.

Se retiró en 1970. Quiso ser entrenador. Y pasó el tiempo. Murió de cáncer a un día de cumplir los 53 años, el 22 de julio de 1990, un año y cinco meses antes de la desintegración de la Unión Soviética.

A las afueras del estadio que lleva su nombre y en donde juega el Torpedo de Moscú está una estatua de bronce en su honor. En el 2018 el mundial se jugará en Rusia, ojalá que para ese entonces los fieles al futbol le lleven flores y lo recuerden por siempre.

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