Panchito Hernández

Por la mañana leí una nota que decía que este lunes 24 de enero sería el día más triste del año. Un científico aplicó una fórmula matemática para determinarlo. Unos minutos más tardé sonó mi teléfono. Era René Sánchez, jefe de información de Futbol en Serio, Punto. ¿Tienes algo de Panchito Hernández?, me preguntó. Odio esas preguntas porque se el origen de la pregunta. Panchito se ha ido en el día más triste del año.

El último viaje de Juller

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En Auschwitz (sur oeste de Polonia) murieron cuatro millones de personas. Cuando los rusos liberaron el campo de concentración, el 27 de enero de 1945, tan sólo encontraron 2,819 sobrevivientes, entre los que el personaje de esta historia, desgraciadamente, no está incluido.

Los soldados nazis ignoraban quien era ese hombre que perdió su identidad por ser judío. Era Julius Hirsch, uno de los más notables futbolistas alemanes de principios del siglo XX. En ese campo de concentración parecía que convergían todas las vías ferroviarias del este de Europa. En esos trenes solo se podía viajar hacia la desgracia, con los números tatuados en el brazo, como si fueran el ganado de una bestia que creyó en la pureza de la raza.

Juller, como le llamaban todos, era más alemán que el mismo Hittler porque nació en Achern, al sur del país, el 7 de abril de 1892, a las nueve de la mañana con treinta minutos. Fue el más chico de seis hermanos, en una familia de notables comerciantes.

Cuando el joven Hirsch conoció el futbol, este deporte no era tan popular en Alemania. Por lo tanto, él forma parte de una generación pionera que se encargó de hacer del balompié, una de las pasiones de la nación germana.

Julius defendió los colores del Karlsruhe FV (KFV). A los 17 años obtuvo la titularidad en el ataque, por el lado izquierdo, y se convirtió en parte fundamental de los títulos regionales del equipo, así como del cetro nacional que conquistaron en 1910. Sus logros lo llevaron a la selección nacional, en donde formó un tridente ofensivo junto a Fochs y Fürderer, recordado como el trío tormenta. En un partido contra Holanda, anotó cuatro goles, en un empate cardiaco a cinco. Participó en los Juegos Olímpicos de 1912, celebrados en Estocolmo, en donde Alemania perdió en semifinales.

También jugó para el Spielvereinigung Fürth y volvió a ser campeón nacional. Pero la primera guerra interrumpió su impecable trayectoria. Su patriotismo lo llevó a las trincheras y al término del conflicto fue condecorado con medallas al mérito y al valor. En tiempos de paz, volvió a enrolarse con el KFV y entró a trabajar en una prestigiada fábrica de juguetes. Sus mejores tiempos en las canchas habían pasado.

En 1933, extrañas ideas de pureza y superioridad agitaron al mundo. Los judíos alemanes dejaron de ser alemanes. Fueron señalados y segregados. Con el estallido de la segunda guerra mundial se activó una licencia masiva para matar y a los campos de exterminio llegaron los trenes de la muerte. En uno de estos viajó Juller en 1943. Tenía 52 años. Nadie lo reconoció. De nada sirvió su pasado porque desde antes los clubes en donde jugó le dieron la espalda. Al entrar a Auschwitz, desapareció. Lo exterminaron.

Esta atrocidad se recuerda año con año. Es muy grande la pérdida y los consuelos insuficientes. El futbol alemán ha tratado de enmendar su propia historia y desde hace un lustro se entrega un premio en honor de Julius Hirsch, para aquel equipo o futbolista, que actúe en favor de la tolerancia y en contra del racismo.

Recordar a un futbolista cuando se habla del holocausto estremece y obliga a tomar conciencia de la esencia de un juego que siempre busca incluir, ser universal, tolerante y respetuoso.

La brevedad de un hombre en la cancha

El rasurado de cabeza es un símbolo personalísimo. Desde la Edad de Piedra, el hombre se empezó a afeitar cuando descubrió que podía decorar su cuerpo de la misma forma que lo hacía en las paredes de las cuevas. Es un acto, a final de cuentas, que transmite un mensaje, una forma de ser.

El rasurarse la cabeza para algunos significa liberación. Otros lo ven como una forma de disconformidad con lo establecido socialmente. Antes de optar por el rape, Bautista ya era el Bofo, una deformación infantil suya del nombre Adolfo. Es un hombre extraño, un futbolista incomprendido que quiere decorar su propia cueva.

Hace unos meses fue enviado a Sudamérica para tomar una terapia Gestalt, con el fin de ponderar la transmisión de una actitud y una forma de estar en la vida. Una vida larga en el futbol. Con doce años en primera división, más de 350 partidos, enrolado con cinco equipos, dos campeonatos de liga, y una cuestionada participación en copa del Mundo.

Fue odiado y temido en Argentina. Le escupieron el rostro por frustración en una semifinal de Libertadores contra Boca. Resolvió jugadas con esa magia que contrasta con su andar. En México ha sido la bujía de escuadras espectaculares. Pero algo le sucede en momentos críticos a este jugador que se autodefine como diferente.

Dice su entrenador, el Güero Real, que "si le das diez pelotas seguramente te dará al menos un pase de gol, pero si sólo se la pasas tres o cuatro veces en un partido, entonces no puede rendir al máximo". El asunto es que los genios incomprendidos son reconocidos a destiempo. Y en el futbol lo que está de antemano negociado es eso, la brevedad de la estancia de un hombre en la cancha.

Adolfo Bautista será recordado por siempre, el asunto es cómo serán interpretadas sus formas encriptadas y de qué forma corresponderán a lo que él mismo nos quiso decir.

La alegría del pueblo emanó de sus piernas torcidas



El apodo legendario está inspirado en un pájaro de la sierra del Mato Grosso que vive, vuela y cambia de dirección en forma veloz, sagaz e intempestivamente. Tenía una pierna más corta que la otra. La izquierda medía seis centímetros menos que la derecha y sus pies curvados 80 grados hacia adentro. Aun así, todos los defensores se hallaban en desventaja cuando caían en las trampas de sus piques, sus amagues, sus enganches y sus desbordes. Cuando era niño y le veía jugar, su hermano le dijo que parecía una garrincha y ese fue su tótem para el resto de su vida.
Manuel Francisco Dos Santos nació el 28 de octubre de 1933 en Pau Grande, Brasil. Pero vivió tan sólo 49 años. Cada uno lo gastó por tres. Empezó a fumar desde los 10. No era un débil mental, como se le ha etiquetado; era un adicto agobiado por la depresión y la bebida. “Yo no vivo la vida, la vida me vive a mí”, decía el fenómeno. Y la vida hizo que fuera un crack. Un futbolista con molde irrepetible. Un fantasma que aparece pegado a la gloria. El más grande gambeteador y extremo derecho de todos los tiempos.
Su futbol fue tan legítimo como sus pensamientos. Mané no se tomaba en serio el juego. El día del Maracanazo (el día en que Brasil perdió el Mundial en casa) prefirió ir de pesca en vez de quedarse escuchando el partido por radio. El Vasco da Gama no le hizo una prueba por llegar descalzo. Y entre el Fluminense y el tren, ganó la urgencia de volver a casa en el último de la tarde. Con 19 años el Botafogo lo encontró y la estrella solitaria le marcó el corazón. Ahí saltó a la cancha en 614 ocasiones para anotar 245 goles. Aunque vistió los colores del Corinthians, del Junior de Colombia, del Flamengo, del Red Star de Paris y del Olaria, nada se compara con lo que hizo con el Fogao.
Mientras Garrincha formó parte de la selección brasileña (de 1957 a 1966) fue dos veces campeón del mundo y en Chile, él asumió como el gran artífice. En suma, Brasil sólo perdió un partido cuando Mané alineaba con la verde amarello. Aquella derrota con los húngaros en el mundial de Inglaterra 1966.
El ídolo siempre cargó con su propia fama. Se casó 3 veces y tuvo 16 hijos, aunque el mito dice que fueron casi 40. Incluso, apreció uno que procreó en Suecia y del que nunca supo. Hizo tanto dinero que se daba el lujo de guardarlo en los armarios de su casa hasta que los billetes se pudrían.
De 1953 a 1972 la única manera de pararlo fue a patadas. Después venían las curaciones con cortisona, tabaco y alcohol. Pero, al siguiente juego, todos gozaban viendo como el balón le quedaba pegado al pie, como una luna atada al flanco de un jinete, diría una célebre canción en su honor. Hasta que un día sus meniscos tronaron y el pueblo se quedó sin alegría. El 19 de diciembre de 1973 le organizaron un partido de agradecimiento, celebrado en Maracaná.
¿Quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón?
Después de su retiro, volvió a Pau Grande. Seguía jugando con los amigos y celebrando, dejando hacer a la vida lo que le tenía que hacer. Y el tiempo vivido a la tercera potencia consumió el alma del fantástico futbolista. La bebida fue quien le quito el hechizo mágico, quien le robó la juventud y quien lo empujó de golpe a la realidad. Murió el 20 de enero de 1983, su leyenda procura que la moral de los hombres no borre la grandeza del futbolista.
Hay algo en su tumba, del cementerio Raiz da Serra, que provoca que la gente no se acerque mucho a visitarlo, tal vez porque no lo sienten muerto. Tal vez porque la alegría del pueblo es inmortal.

Bebé Probeta

El 13 de enero de 1961, el biólogo italiano Daniele Petrucci logró, por primera vez, fecundar óvulos humanos en una probeta, esto marcaba el inicio de la compleja y esperanzadora fertilización in vitro. Veinticinco años más tarde empieza la historia de Carlinhos Saleiro.
El milagro de su vida se gestó en el tubo de ensayo. La ciencia logró que sus padres le entregaran el amor que habían guardado especialmente para él. Carlos es el primer bebé probeta en la historia de Portugal y es el primer futbolista concebido in vitro del que se tenga noción.
Cuando llegó al mundo, a la una y media de la tarde del 25 de febrero de 1986, el orgulloso papá hizo una promesa increíble. Juró que su hijo sería seguidor del Sporting de Lisboa y algún día se convertiría en futbolista profesional.
El pequeño Saleiro fue ofrendado al juego. Ingresó a la prestigiada academia del club, en donde supo que tenía el don del gol. Anotó más de 300 antes de cumplir los 18 años. Fue seleccionado nacional en las categorías menores y logró generar una gran expectativa por su propia historia y sus facultades.

Carlos Miguel Mondim Saleiro es delantero, un año menor que Cristiano Ronaldo, y dicen que su juego se asemeja al de la estrella galáctica. Le gusta que le digan CS9 en referencia a su paisano, quien se formó en las mismas canchas que él. Mide un metro con 85 centímetros. Pertenece al Sporting, quien lo presta y lo recupera con frecuencia. Debutó en 2004 en la tercera división con el Club Deportivo Olivais e Moscavide. Apenas en el 2008 llegó a la Liga Portuguesa con el Setúbal, luego fue prestado al Académica, hasta que en 2009 cumplió la promesa del padre. Desde entonces es uno de los míticos Leones. Hace unos meses se tiró una tijera que muestra su potencial.
El fue el primer bebé probeta de Portugal y así será recordado siempre. Las primeras líneas del argumento de su vida las dictó su padre y el trató de interpretarlas convirtiéndose en futbolista. Ha jugado sus primeros 150 partidos como profesional y suma tres decenas de goles. El tiempo ha ido pasando con sus dificultades y Carlinhos ahí está. Luchando por mantener su destino.
Ya alcanzó el cuarto de siglo en este mundo y aunque sin duda, él es como cualquier otro ser humano, su historia nos invita a emocionarnos con esos milagros que la ciencia y la propia naturaleza son capaces de regalarle a un mundo que debe volver a creer en los planes, en los sueños y en un futuro que siempre deberá ser mejor, siempre y cuando se disfrute cada instante del presente.

Magos de Oriente


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Cada 6 de enero la leyenda de los Magos de Oriente inspira a gran parte del mundo occidental. En México los niños esperan con ilusión el cumplimiento de sus deseos con la llegada de estos tres seres espléndidos que, según cuenta la tradición, fueron a brindarle regalos al recién nacido Jesús de Nazaret.

Muchas veces las coincidencias nos llevan a contar historias que se asocian caprichosamente. Lo que les quiero relatar es que un Gaspar, un Melchor y un Baltazar le dieron grandes regalos al futbol mexicano en la tercera década del siglo XX. En similitud con la bella leyenda, los tres llegaron de oriente, la gran estrella luminosa los guió hasta estas tierras. Gaspar fue un mago en toda la extensión de la palabra. Melchor fue un gran sabio generoso y Baltazar un caballero honesto y bondadoso. Los tres llegaron por intuición y coincidieron en los escenarios consagrados al balompié. Desde luego que no estamos hablando de los Santos Reyes. Nuestros personajes, cuyos nombres evocan a aquellos, fueron de carne y hueso y sus historias nutren de héroes y gestas a nuestro olvidadizo futbol.

Gaspar Rubio arribó en barco y vestido de blanco, el blanco inmaculado del Real Madrid que visitaba México por primera vez en 1929. Le decían el Mago por su extraordinaria calidad en el manejo del balón y sus goles increíbles. Ese mismo año, él fue uno de los responsables de la primera derrota de una selección inglesa fuera de la isla, cuando España les venció cuatro a tres. Cuenta su propia leyenda que México lo encantó hasta el punto de escapársele al equipo merengue, con la firme intención de echar raíces en este lado del océano. Jugó con el Real Club España la temporada 1930-1931 y aunque volvió a España, en 1957 se estableció en nuestro país hasta el día de su muerte, el 3 de enero de 1983. Aquí fue entrenador del América, del Atlante y del Toluca. Su gran regalo fue ese inmenso amor que siempre derramó en tierras mexicanas y esa temporada donde impartió cátedra en el manejo de la pelota.

Melchor Alegría llegó con la selección vasca en 1937. Esos fenómenos del futbol que partieron de casa con el dolor de la guerra y que se abrieron camino desplegando un futbol excelso. En México jugaron una temporada de liga y son recordados como el Euskadi. Melchor era su delegado, una especie de padre sustituto de esos chamacos portentosos que se volvieron familia. Su gran regalo fue relatarle al mundo las andanzas de esta selección vasca que cambió el destino del futbol nacional. Murió tras una larga vida y todos sus descendientes son mexicanos. Uno de sus nietos, Alfredo, se hizo famoso en la década de los ochenta con un personaje llamado Lenguardo que formaba parte del programa de televisión Cachún Cachún Ra Ra.

Baltazar Junco llegó mucho antes. Prácticamente este empresario hispano les abrió las puertas a los otros dos. Si a México llegaron equipos extranjeros a jugar fue gracias a él. Si el nivel de juego alcanzó la línea del gran espectáculo fue gracias a él. Fue un hombre que arriesgó su fortuna personal por el bien del futbol y por el simple placer que a él le generaba cuando la pelota se convertía en el centro de su universo.

A los tres, aunque no fueron reyes, ni magos (a excepción de Gaspar Rubio), les dedicamos el recuerdo y un agradecimiento por semejantes regalos.