La alegría del pueblo emanó de sus piernas torcidas



El apodo legendario está inspirado en un pájaro de la sierra del Mato Grosso que vive, vuela y cambia de dirección en forma veloz, sagaz e intempestivamente. Tenía una pierna más corta que la otra. La izquierda medía seis centímetros menos que la derecha y sus pies curvados 80 grados hacia adentro. Aun así, todos los defensores se hallaban en desventaja cuando caían en las trampas de sus piques, sus amagues, sus enganches y sus desbordes. Cuando era niño y le veía jugar, su hermano le dijo que parecía una garrincha y ese fue su tótem para el resto de su vida.
Manuel Francisco Dos Santos nació el 28 de octubre de 1933 en Pau Grande, Brasil. Pero vivió tan sólo 49 años. Cada uno lo gastó por tres. Empezó a fumar desde los 10. No era un débil mental, como se le ha etiquetado; era un adicto agobiado por la depresión y la bebida. “Yo no vivo la vida, la vida me vive a mí”, decía el fenómeno. Y la vida hizo que fuera un crack. Un futbolista con molde irrepetible. Un fantasma que aparece pegado a la gloria. El más grande gambeteador y extremo derecho de todos los tiempos.
Su futbol fue tan legítimo como sus pensamientos. Mané no se tomaba en serio el juego. El día del Maracanazo (el día en que Brasil perdió el Mundial en casa) prefirió ir de pesca en vez de quedarse escuchando el partido por radio. El Vasco da Gama no le hizo una prueba por llegar descalzo. Y entre el Fluminense y el tren, ganó la urgencia de volver a casa en el último de la tarde. Con 19 años el Botafogo lo encontró y la estrella solitaria le marcó el corazón. Ahí saltó a la cancha en 614 ocasiones para anotar 245 goles. Aunque vistió los colores del Corinthians, del Junior de Colombia, del Flamengo, del Red Star de Paris y del Olaria, nada se compara con lo que hizo con el Fogao.
Mientras Garrincha formó parte de la selección brasileña (de 1957 a 1966) fue dos veces campeón del mundo y en Chile, él asumió como el gran artífice. En suma, Brasil sólo perdió un partido cuando Mané alineaba con la verde amarello. Aquella derrota con los húngaros en el mundial de Inglaterra 1966.
El ídolo siempre cargó con su propia fama. Se casó 3 veces y tuvo 16 hijos, aunque el mito dice que fueron casi 40. Incluso, apreció uno que procreó en Suecia y del que nunca supo. Hizo tanto dinero que se daba el lujo de guardarlo en los armarios de su casa hasta que los billetes se pudrían.
De 1953 a 1972 la única manera de pararlo fue a patadas. Después venían las curaciones con cortisona, tabaco y alcohol. Pero, al siguiente juego, todos gozaban viendo como el balón le quedaba pegado al pie, como una luna atada al flanco de un jinete, diría una célebre canción en su honor. Hasta que un día sus meniscos tronaron y el pueblo se quedó sin alegría. El 19 de diciembre de 1973 le organizaron un partido de agradecimiento, celebrado en Maracaná.
¿Quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón?
Después de su retiro, volvió a Pau Grande. Seguía jugando con los amigos y celebrando, dejando hacer a la vida lo que le tenía que hacer. Y el tiempo vivido a la tercera potencia consumió el alma del fantástico futbolista. La bebida fue quien le quito el hechizo mágico, quien le robó la juventud y quien lo empujó de golpe a la realidad. Murió el 20 de enero de 1983, su leyenda procura que la moral de los hombres no borre la grandeza del futbolista.
Hay algo en su tumba, del cementerio Raiz da Serra, que provoca que la gente no se acerque mucho a visitarlo, tal vez porque no lo sienten muerto. Tal vez porque la alegría del pueblo es inmortal.

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