El más grande de los magiares


Como le dolió no volver a Hungría pero no podía hacerlo. El fallido intento de su pueblo por sacudirse el yugo soviético, en 1956, lo obligó a exiliarse. Se convirtió en un paria. En un militar que había desertado. En un futbolista deshabilitado. Estaba gordo, deprimido y con los 30 años rebasados. El más grande de los magiares se encontraba condenado a la desaparición. Pero en España, una decisión audaz de Santiago Bernabeu le dio paso a una increíble metamorfosis que convirtió a un héroe glorioso en decadencia en uno de los más grandes futbolistas de todos los tiempos.

En húngaro, el apellido antecede al nombre. Puskás Ferenc no siempre se llamó así. Nació en Kispest, el 2 de abril de 1927. Fue hijo de los Purczeld, esa familia con apellido de origen alemán que vivía en una casita junto al campo de futbol. Para el pequeño amigo no había cosa más placentera que pegarle a la pelota con esa zurda prodigiosa. Su padre era el entrenador del equipo de ese suburbio de Budapest. Tarde o temprano el hijo acabaría jugando para él.

Con el inicio de la segunda guerra mundial, los Purczeld se arrancaron el nombre. Los alemanes eran los malos de la historia y escogieron el Puskás, que en magiar significa escopeta. Desde 1938, el Puskás antecedió al celebre Ferenc.

A 16 años ya había debutado con el Kispest. Dotado con esa ciencia de arrabal le alegró la vida a los que le vieron anotar los cientos de goles que cayeron por racimos cada fin de semana. Con el fin de la guerra, los vencedores se repartieron el campo de batalla. Hungría fue para la Unión Soviética y el modesto Kispest se convirtió en el mítico Honvéd, el equipo del ejército magiar. La oncena pasó a ser un batallón y Puskás un mayor galopante con insignias que comandaba a sus hombres como para defender a la nación en cada juego. En cinco ocasiones fueron los campeones de Hungría.

En 1945 apreció por primera vez en la selección nacional. Con él los húngaros fueron temidos. En todas sus líneas había un bastión pero él era definitorio. Anotó 84 tantos en los 85 partidos que jugó con los suyos. Para 1952 ganaron el oro olímpico en Helsinki. Y al año siguiente, el 25 de noviembre, en Wembley cambiaron el rumbo de la historia al ser los primeros que vencieron a los inventores del juego en su propia fortaleza. Los ingleses nunca pensaron que ese jugador bajito y robusto fuera a terminar con la hegemonía británica en un asombroso tres a seis. En Budapest les fue peor, el siete a uno del 23 de mayo de 1954, nunca ha sido olvidado.

Pero en ese 1954 el planeta se sorprendió cuando Alemania imploró por un milagro y lo acabó obteniendo en Berna al derrotar a los maravillosos magiares, que traían una racha de 31 partidos invictos. Cómo le reclamaron a Puskás por esa derrota, lo cierto es que él estaba lesionado del tobillo (en un partido previo los alemanes lo habían acribillado) pero su coraje lo llevó a estar presente en la final de la Copa del Mundo. Le anularon el tres a tres a dos minutos del final. El Milagro de Berna se había consumado.

Puskás era un héroe nacional, símbolo de la prosperidad del comunismo, a pesar de que él nunca hizo alardes, ni cayó en la tentación del oportunismo. En 1956 los tanques soviéticos se apoderaron de Budapest. Nunca les permitirían a los húngaros guiarse por su propio camino. La fallida rebelión tomó al Honvéd en una gira por Europa. La orden suprema para los futbolistas militares fue el regreso inmediato a la nación. El mayor Puskás desertó y se refugió con su esposa y con su hija en Viena. Fue acusado de traición, de poco patriotismo, de malversación de fondos en un viaje que habían hecho por Sudamérica y a la UEFA no le quedó otra opción que aplicarle las sanciones correspondientes por haber abandonado al Honved. Paró 15 meses. Se deprimió. Subió de peso. Pasarían un poco más de dos décadas para que volviera a poner un pie en su hogar, aunque a su leyenda le faltaba el capítulo de su resurrección.

En España fue llamado Pancho. La crítica fue contumaz. Así que el húngaro bajó 12 kilos en 18 días y se nutrió de goles. Recobró la forma. Y esa zurda tronaba como un cañón. Vestido de blanco se encontró con Di Stéfano y entre los dos llevaron al Real Madrid a la mejor de todas las épocas. Ese equipo fue cinco veces campeón de liga de forma consecutiva, conquistaron tres copas de Europa y Puskás logró cuatro Pichichis para él. Lo naturalizaron español y fue al mundial de Chile en 1962.

El 30 de junio de 1967, a los 40 años, dejó de jugar. El homenaje era lo menos que se le podía ofrendar a este hombre que tiene un promedio inalcanzable. Anotó prácticamente un gol en cada duelo que celebró. Fueron más de 600.

Después quiso hacer vida de negocios y puso una fábrica de salchichas en Madrid, pero también se convirtió en entrenador y anduvo por el mundo. De Sudamérica hasta Australia. Aunque fue en Atenas donde tuvo su gran momento. Llevó al Panatinaikos a una final de la Súper Copa de Europa en 1971. El Ajax de Cruyff se la llevó pero ante tal hazaña los griegos tuvieron que contarle esto a las siguientes generaciones.

La nostalgia por su Hungría la ahogaba cantando las viejas canciones que siempre le gustaron que acabarían siendo grabadas en un disco. En 1981 el viejo entrenador de los mágicos magiares de 1954, Gusztav Sebes, le llamó por teléfono para invitarlo a volver. El héroe significaba mucho para un pueblo apasionado. Lo que vivió, junto a sus compañeros de andaza fue tan conmovedor que a Puskas le regresó una parte de si mismo que había dejado en Budapest. Con la caída de la Unión Soviética pudo volver para quedarse. Dejó de ser un paria y un desertor. El héroe se llenó del cariño de su gente.

Al final de su vida, el Alzheimer le arrebató, uno a uno, todos los capítulos de su existencia. Cuando murió, el 17 de noviembre de 2006, sus funerales fueron tan solemnes como los de un jefe de estado. El dolor caló profundo. Sin embargo, como diría el poeta Eduardo Combe, en vez de velar su cuerpo y tener sus recuerdos nobles, disfrutemos de lo que más supo hacer: sus goles.

No hay comentarios: