El Corzo Blanco


Un Corzo Blanco que vivía en el monte
y amaba la quietud que éste tenía,
bajaba al río cuando el horizonte
con la dorada tarde se perdía .
Enrique Elliott, cantautor tijuanense.

Un charlista de profesión lo comparó con un cérvido. Fue en 1933 cuando se celebró una comilona para festejar el campeonato del Real Madrid. Antes del festín, el célebre escritor Federico García Sanchiz contó algunas anécdotas llenas de ingenio y en una de ellas metió a Luis Regueiro, describiéndole como un corzo a través del bosque, seguido de la gracia de su juego maravilloso. Para entonces España ya sabía que tenía un interior derecho fuera de serie. Sobrio, hábil e inteligente. Con un tiro poderoso. Era uno de esos jugadores que podían recoger el balón en su propia área y con una tremenda zancada sotreaba adversarios hasta llegar a la portería contraria, se escabullía como los corzos en el bosque.
  
Dicen que el apellido Regueiro tiene sus orígenes en Galicia, que casi todos son descendientes de una poderosa familia de los tiempos feudales de la Edad Media pero los Regueiro Pagola eran vascos de Irún. Ahí nació Luis un día primero de julio de 1908.

Desde los doce años le dedicó su tiempo a la pelota. Estudió para ser perito mercantil y trabajó en la agencia de aduanas de su padre. Siempre supo que el futbol no le daría lo necesario para vivir. De 1924 a 1931 jugó en el Real Unión de Irún. Su hermano Pedro también formaba parte de la escuadra y en 1927 ganaron la Copa del Rey. Para 1931 el futbol se volvió profesional y a Luis lo fichó el Real Madrid en donde jugó hasta que la guerra lo obligó a exiliarse en México por el resto de su vida.

Con el equipo merengue formó parte de un grupo espectacular en donde coincidió con Zamora, Ciriaco, Quincoces, Hilario, Bestit, Olivares y Ateca. Por supuesto que acabaron siendo campeones en una temporada en la que nadie les pudo vencer, la de 1931-1932. La siguiente campaña volvieron a ser los mejores. A este palmarés hay que sumarle las dos Copas del Rey que se obtuvieron en 1934 y en 1936.

Desde 1927 fue seleccionado español y tuvo 25 duelos internacionales, incluidos los Juegos Olímpicos de 1928 y la Copa del Mundo de 1934. En estos partidos anotó 16 goles, dos de estos se los hizo a México en las olimpiadas. La última vez que vistió la roja fue el 3 de mayo de 1936, en Berna, cuando derrotaron a los suizos dos goles a cero.

Después estalló la guerra. Él era republicano y dejó Madrid. Las provincias de Euskadi fueron duramente castigadas por la conflagración. Empezó a escasear todo, principalmente la comida. Fue a través del futbol donde se puso en marcha un plan de ayuda humanitaria. Los mejores futbolistas vascos agrupados en su selección salieron a jugar por el mundo para reunir fondos que aliviaran la situación de los suyos. Luis Regueiro era el capitán.

El 25 de abril de 1937, el Corzo Blanco presentó a los suyos desde una emisora radiofónica de la capital francesa, horas antes de jugar contra el Racing de Paris: “Venimos de Euskadi donde un gobierno querido y respetado por todos ha conseguido que las ideas políticas y las creencias religiosas sean respetadas por todos… Nuestra misión es puramente humanitaria y pacífica… El pueblo vasco sufre por el hambre ante la falta de víveres”, aseguró un hombre de pocas pero sentidas palabras. La gira empezó aquel día. Recorrieron Europa, le enseñaron su futbol a los soviéticos y terminó en México, en donde el Euskadi jugó toda la liga en su temporada 1938-1939 saliendo, a la postre, subcampeón.

Con la guerra terminada, la selección vasca se deshizo y Luis Regueiro, junto a sus hermanos Pedro y Tomás, se quedaron en México, exiliados por sus ideas, pero adoptados con cariño por esta tierra que les abrió los brazos. Aquí se enroló en las filas del Asturias pero eran aquellos tiempos en donde el futbol no pagaba las grandes fortunas. Para mantenerse, los hermanos Regueiro recibieron la ayuda de Don Ángel Urraza y así pudieron abrir un bar en el Hotel Majestic, ubicado en el zócalo de la ciudad de México.

Luis decidió retirarse en 1942 y en ese año se casó con Isabel Urquiola, el amor de su vida, quien también salió del País Vasco por ser republicana. La boda se celebró en la iglesia de Coyoacán y tuvieron seis hijos: Luis, José Manuel, Juan María, Maite, María Isabel y Lourdes Regueiro Urquiola. El primogénito siguió sus pasos y ambos tuvieron la coincidencia de haber representado a sus países en unos juegos olímpicos y en una copa del mundo, aunque el hijo no tuvo la brillantez del padre.

En el retiro ejerció como entrenador del América y cambió el bar por los negocios de la madera. En 1956 volvió a España para que sus hijos conocieran la tierra de sus ancestros pero acabó regresando a México al poco tiempo. Murió en la ciudad de México, el 6 de diciembre de 1995, a los 87 años. Uno de sus riñones había dejado de funcionar algún tiempo atrás y su corazón se había vuelto débil. Todo estaba ya escrito. La leyenda del gran corzo blanco se convertiría en un relato obligado para aquellos que navegan por el tiempo en la historia del futbol.

Me encuentro del otro lado del balón

He llegado hasta el otro lado del balón y me encontré con el punto de partida. Ya le di la vuelta en un hermoso viaje por los recuerdos de otras personas que tienen en el futbol su propia trascendencia. La primera vez que me topé revisando capítulos de vida fue en el año 2003. En los llanos de Texcoco me encontré a Los Olvidados, aquellos que lograron ser profesionales pero que después del retiro la vida les puso encrucijadas distintas. Algunos tomaron caminos y descubrieron la vida después del futbol. Otros se quedaron ahí, en las talachas, jugando por cien pesos, a pesar de que las rodillas eran frascos de talco.

Conté la historia de Damián Álvarez cuando llegó a Morelia. Su máxima preocupación era su perro porque él pensaba que México era un país de tránsito. Sus sueños estaban en Italia o en España pero lo más lejos que ha llegado es a Monterrey. Me tocó ser recibido por el equipo de Javier Salinas, quien a la postre podría ser recordado como el primer profesionista de la industria del futbol mexicano. Conocí al famoso Mago, comí las tortas de su negocio y dormí en su hotel. Platiqué con Nicandro Ortiz, caminé por el vetusto estadio Venustiano Carranza, me acordé de la Tota Carbajal y supe que Glafira, la secretaria, sí existía.

Nunca soñé con dedicarme al futbol. Eso le tocaba a mi hermano, quien en verdad fue un implacable centro delantero sometido a las frustraciones de Enrique López Zarza y a los amos de una cantera auriazul repleta de acomplejados, salvo muy contadas excepciones. Supe identificar el lado social del futbol, la parte humana, los legados, los sentimientos. Aproveché la siempre generosa nostalgia. Viví vidas ajenas. Escuché, siempre escuché y procuré no llegar sabiendo nada para sorprenderme con los relatos. Así estuve descubriendo el otro lado del balón durante todos estos años.

Los viejos me confiaron sus pasados. Tomé estafetas generacionales. Me callé la boca, yo no estuve ahí, ellos fueron los protagonistas de las historias que me regalaron. Coleccioné testimonios, uno tras otro. Guardo casi todos. Me tocó descubrir quienes eran a través de sus álbumes, llenos de líneas dramáticas.
Los vi cojear, los vi llorar, los vi vibrar por lo que ya no eran. Como comunicólogo que soy diseñé formatos para contar historias. Minuto 91 fue sensacional, tal cual. Lleno de sensaciones, de reflexiones, de autoevaluaciones, de conclusiones, de arrepentimientos, de replanteamientos, de lecciones de vida. Porque ese era el objetivo: la vida después del futbol.

Después pude tener un programa sin pensar en la mercadotecnia. El contenido mandaba sobre todas las cosas pero los expertos en ventas no lo supieron capitalizar y yo nunca quise entrarle a esos terrenos porque, francamente, no se hacer negocios. Por eso nos sacaron del aire. Pero el programa de media hora semanal volvió a ser sección de otro programa y con grandes decepciones a cuestas reinventé mi forma de ver al futbol. Don Nacho Matus un día me dijo: “Describa Enrique, describa”. Yo no jugué este deporte, ni entiendo de estrategias. Pero Don Nacho siempre me dijo: “usted es un estudioso del futbol”.
Seguí buscando historias. Siempre sólo. Me alejé de la burocracia de los apóstoles mediáticos. Dejé de salir en la foto pero encontraba buenos capítulos. Fui a algunos pueblos en donde el futbol era una matriz de desarrollo social. Me limitaron los recursos. Me pidieron que enseñara a los demás, pedí una recompensa económica, me topé con malas caras. Me dijeron que el negocio proporcionaba satisfactores como en una familia. Yo tenía la mía en casa y no me interesaba tener otros satisfactores. Me puse incómodo pero logré encapsularme en mi método.

Describir otros lugares, dar contextos, descubrir, encontrar, compartir, generar, crear, armar, soñar, imaginar, sentir, siempre tuve detonantes para hacer lo que hacía hasta que Francisco Javier González me citó y me dijo que me tocó el recorte. Que no me pudo defender porque nunca chequé tarjeta. Porque nunca fui medible, porque pensar genera déficit, porque tener prioridades personales es inaudito, porque valía más tener horas acumuladas que todas las historias que están disponibles en este blog. Y así me quedé. Triste, encabronado, resentido, pero con la respuesta clara. Entiendo la decisión, asumo las consecuencias. Ellos se ahorraron unos cuantos pesos, yo me ahorro el insomnio, la falta de satisfacciones, la soledad, la hipocresía, y la carencia total de ilusiones. Estoy del otro lado del balón soñando, ilusionado, con miedos pero con esperanzas, trabajando, cerrando ciclos. Hoy escribo este post sin dar por terminado nada, pero con un final adecuado para esta experiencia inolvidable.

Tarek

Aquel joven vendedor de frutas que se prendió fuego y se convirtió en el padre de la revolución tunecina se llamaba Mohamed Bouazizi, pero muy pocos sabían que su nombre verdadero era Tarek. Su padre le puso así en honor a uno de sus héroes futbolísticos. Tarek Dhiab está considerado en Túnez como su mejor futbolista de todos los tiempos. Un medio ofensivo que manejaba los hilos en el campo de juego y que con la selección de su país le diera a África la primera victoria en las copas del Mundo.

Esta anécdota comenzó aquel viernes 2 de junio de 1978, en el campo de Rosario, cuando el equipo mexicano buscaba sus primeros puntos presupuestados en la Copa del Mundo celebrada en Argentina. Ese día los tunecinos rompieron la lógica. Todo acabó siendo el inicio de una tragedia deportiva para México y  para ellos un momento generacional de inspiración.

El primer tiempo arrancó con dos equipos rivales que apenas se estaban conociendo. México tenía presupuestada la victoria, según el estratega José Antonio Roca. Nadie sabía que el número 10 era el líder de las Águilas de Cartago, ni que en 1977 Tarek Dhiab había sido nombrado el jugador africano del año.

La primera mitad estaba por finalizar cuando un ataque mexicano por el lado izquierdo fue interrumpido por una mano dentro del área. Se marcó tiro penal. El Gonini Vázquez Ayala pateó y el balón parecía rodar muy despacio.  No dio tiempo para más y se fueron al descanso con ventaja.

El segundo tiempo quedó marcado en la memoria. Túnez descifró la forma de juego de sus rivales. Rompieron el marcaje personal y llegó el empate. Toño de la Torre tuvo un mano a mano y falló. Con el dos a uno vino la desesperación y el tercero liquidó el partido.

Tarek Dhiab se convirtió en un héroe nacional. Fue el orquestador de esta victoria y encaminó a su equipo dejando huella. Aunque no le pudieron ganar a Polonia, empataron a cero con Alemania, esta demostración significó que la FIFA otorgará una plaza más para el continente africano en las siguientes ediciones de la copa del Mundo. Ante esta proeza, muchos niños en Túnez se llamarían Tarek. Así como este joven al que todos le decían Mohamed porque su madre nunca estuvo de acuerdo de que llevara el nombre del ídolo de su marido. Pero así fue, Mohamed  Bouazizi, el padre de la revolución tunecina que derrocó a la dictadura de Ben Alí, en realidad se llamaba Tarek, así como el futbolista.