El futbolista más longevo del mundo



A unas cuadras de lo que queda del árbol de la noche triste, en Popotla (ciudad de México), nació el futbolista más longevo del mundo, un 28 de agosto de 1924. Enrique Alcocer Gagniere estudió la primaria en la escuela Normal de Maestros y la secundaria en el colegio Grosso. Ahí tuvo la inquietud de las patadas. Entró a jugar con el equipo Audaces en donde conoció al Dumbo López y a su hermano. Ya estaba completamente enamorado del futbol y sin remedio. Además, desde entonces, cargó con un mote que dejó al “Enrique” para las formalidades. Dejemos que sea él quien nos cuente el porqué de su peculiar apodo: el Zacate.

“Les platicaré por qué me dicen el Zacate. En una partido de cierta importancia me mandaron un centro. Intenté cabecear pero fallé. Uno de los defensas de mi equipo me gritó desde su lugar: ya te dije Alcocer, que te quites ese mechón de la cabeza. Ese zacate que tienes… y de ahí todos empezaron que zacate, y zacate y zacate. Sí, tenía un mechón que no me peinaba ni con glostora (una brillantina de la época, que comercializaba Colgate)”.

En aquella época se jugaba con cinco delanteros, tres medios y dos defensas. Y en el ataque se colocaban los extintos interiores. “Me gustaba mucho hasta el nombrecito: interior izquierdo. Entonces empecé a jugar de interior izquierdo”, recuerda el Zacate, en la sala de su casa en Texcoco.

Cuando lo contrató el Marte, dirigido por el Ché Gómez, llegó muy orondo diciendo que él jugaba de interior izquierdo. El entrenador, con su gran calidad humana y trato, le dijo al futbolista con el mechón indomable: he visto que juegas muy bien al futbol, sobretodo le pegas con las dos piernas. ¿Tu crees que vas a tirar al “Pirata” Fuente de interior izquierdo? Mejor te voy a hacer o extremo derecho o extremo izquierdo.

Alcocer jugó en labores defensivas y dejó a la leyenda en su lugar. Así son las jerarquías en el futbol. Pero en el año en que debutó, el “Pirata” se fue al Veracruz, y el Zacate, muy satisfecho de sí mismo, optó por volver a recuperar esa posición que le daba caché: interior izquierdo.

“Yo deje todo, todo por el futbol. Yo estaba estudiando en la Escuela Nacional de Agricultura y cuando supe que iba a debutar, ni a exámenes me presenté”, recuerda, otra vez muy orondo, el siempre sonriente “Zacate” Alcocer. “Y debuté el 23 de enero de 1944, en el campo Asturias, jugando contra el España”.

Ese Marte vestía de blanco. Les decían los merengues y entre sus integrantes había una gran camaradería. De repente, Enrique Alcocer cruza los tiempos pasado y presente. El inútil hubiera llega a su mente. “Como desearía yo haber nacido en esta época y, vamos, nacido, porque entonces sí hubiera ganado dinero. Desgraciadamente jugué poco porque me entró el gusanito de casarme. Entonces llegó el dilema: ¿o juego o trabajo?”

Sólo pudo jugar con el Marte tres temporadas, de 1944 a 1947. Se casó y se puso a trabajar. Pero nunca se pudo divorciar del futbol. “No, nunca, nunca. Empecé jugando, digamos en el sentido de a ver qué sale y tengo desde el año 48 como fundador de la liga Interclubes. Yo empecé con el equipo Osos, un equipo formado por puros juniors, la verdad. Estaban Emilio Azcárraga Milmo (El Tigre, amo y señor de Televisa), estaban los Burillo, los Domínguez, estaba el hijo del general Barragán, Juanito Barragán, su papá fue el ministro numero uno de Venustiano Carranza”.

Formó la rama de veteranos, la rama master y la master plus y alguna vez amenazó con formar la Golden, que es de 60 años para arriba, para poder retirarse. “La verdad les dí mucho chance”, y aflora la carcajada contagiosa de este gran personaje.

El día en que fui para verlo jugar en el estadio Claudio Suárez de Texcoco, portaba el número de su edad en los dorsales. “Juego con mi edad”, dice el Zacate. “Ahora van a ser 80 años, ni yo mismo me lo creo”.

Por eso obtuvo el Récord Guinness en el  2003. En la antesala de cumplir los ochenta años se convirtió en el futbolista más longevo y en activo en el mundo. Cuando le enviaron el certificado que acreditaba su hazaña, el cartero echó el sobre por debajo de la puerta de su casa y los perros destrozaron el diploma, que le fue repuesto tiempo después.

“El récord me tiene, como dicen los jóvenes, tan sacado de onda que en ciertos momentos no creo que de veras tenga yo el Guinness. Si no fuera por los certificados, no lo podría creer”, me asegura Don Enrique. “Esa es mi satisfacción y mi orgullo, que recibo después de tantos años de estar viviendo de la patada”.

Ahora estará celebrando su cumpleaños número 88, y quién sabe, pero estoy seguro de que pensó mandar hacer una playera con el número en los dorsales, para celebrar, por lo menos, echándose una media cascarita, aunque esta ya no quede registrada en los Récords Guinness.



Dinastía Pichojos

Estamos en la colonia Santa María Nonoalco, ahí por donde pasa el largo distribuidor vial del poniente de la ciudad de México. En el número 32 de Jacobo Callot vivió una leyenda de los once hermanos del Necaxa. En el patio de la casa están peloteando cuatro hermanos. Son los Pérez y a todos les quedó para siempre el apodo de su padre conocido como el Pichojos.

Entre los toques de balón, José Luis, el mayor de los cuatro, toma la palabra. “Como sobrenombre en el futbol le decían Pichojos, un apodo que hasta la fecha nos preguntamos de dónde vino”. Carlos, otro de los hijos, puntualiza el dato. “Hasta a mis hermanas les dicen las Pichojas, las Pichojitas. Y Pichojos es por los ojos, pinches ojos”.

Luis Pérez González nació el 25 de agosto de 1908 en Ahualulco del Mercado, Jalisco. Cuenta su historia que empezó a jugar con el Guadalajara junto a su primo Tomás, a quien en realidad le decían Pichojos y que a la muerte de éste en un accidente, Luis acabó heredando el mote porque él tenía los ojos pequeños y rasgados también.

El Pichojos fue un futbolista muy delgado, de baja estatura, pero superdotado de cualidades técnicas. Dicen las crónicas antiguas que fue un extremo izquierdo de primera línea. Mario, el hijo menor, mundialista, exjugador del Necaxa y del América, y hoy director técnico, hace un apunte sincero y con reverencia. “Yo hubiera querido tener once jugadores con esas características”.

Llegó al Distrito Federal con la selección Jalisco a finales de los 20 y se quedó a formar parte del Germania. Pero sus grandes tardes fueron con el Necaxa, en donde salió campeonísimo junto a sus diez hermanos. En las fotos viejas de aquellos años es muy sencillo ubicarlo. Basta con buscar al menudito futbolista que jugaba con una boina blanca. Rodolfo, uno más de los hijos del Pichojos, recuerda este asunto. “Había un español, que cuando jugaba el Necaxa contra alguno de los españoles, por cada gol que mi papá metiera le regalaba dos boinas. Entonces tenía mi papá su colección de boinas por ahí”.

El Pichojos fue seleccionado nacional en el mundial de Uruguay 1930 y también viajó hasta Roma en 1934, para disputar la extraña eliminatoria definitiva contra Estados Unidos. Rodolfo recuerda que su padre ponía a bailar a toda la selección en las travesías por barco. “Sacaban las guitarras y cantaban esa famosa canción del “monito de alambre”, que dice: el que no lo baile, el que no lo baile, que vaya a chi…huahua al baile. Y ahí tienes a todos bailando en el barco”.

Su gran legado fue su forma de vivir la vida. Y su gran ilusión que sus hijos siguieran sus pasos. José Luis lo tiene muy claro. “Esos genes de mi padre fueron tan importantes que los cuatro hermanos terminamos jugando en primera división”.

El Pichojos se retiró del futbol cuando el Necaxa se negó a participar en el primer torneo profesional del futbol mexicano. Para 1943 entró a trabajar a la desaparecida Compañía de Luz y Fuerza, en el departamento de conexiones medidores. Fue una persona muy alegre, rodeado de amigos, de compadres. Le gustaba cantar, le gustaba bailar y organizaba comidas inolvidables que estrecharon los lazos fraternos de los suyos para siempre. Todos recuerdan los preparativos de las fiestas. “Duraban dos, tres días… le traían pulque de Tacubaya, le traían barbacoa…”

Al alcanzar el medio siglo de vida, comenzó a perder la vista. Las cataratas en ese entonces eran incurables. Fue a Mario a quien le tocó servir a su padre en los momentos difíciles. “Yo era el lazarillo de mi papá cuando salía de su trabajo en la Compañía de Luz. Yo teniendo diez, once años. Iba yo hasta su trabajo y lo traía a la casa”.

Murió a los 55 años y no le dio tiempo de ver a sus cuatro hijos coincidir en la primera división mexicana, incluso, Mario, también fue mundialista como él. Los cuatro herederos de esta leyenda seguirán teniendo a su padre como ejemplo. Todos lo recuerdan con emoción y con nostalgia, pero con esa alegría que brota de repente como si fuera una pícara gambeta con destino al gol.


Los genes del jefe

Pasó más de medio siglo para que aquel gol del milagro, personificado por Helmut Rahn, y designado, en una metáfora, como el momento verdadero del nacimiento de la República Federal de Alemania, cobrara sentido. “Der boss” (el jefe) nunca fue el alemán de molde, con rasgos helados ni con el estereotipo del nazismo que acompañó a los derrotados en la guerra durante décadas. El gol metafórico, el segundo de los dos que marcó en la final, sirvió para que una nación se perdonara a sí misma y resurgiera ante la atenta mirada de los vencedores, pero el perfil del personaje vendría manifestándose mucho tiempo después, por lo menos en un campo de futbol. De forma directa, sus genes integrarían la Mannschaft de la actualidad (inicios de la segunda década del siglo XXI).

La irregularidad del bohemio goleador no le gustaba a Herberger . Si los telegramas eran parcos, aquel con el que le convocó Sepp a la selección nacional llevaba sólo las palabras necesarias para que Helmut viajara en avión, desde Montevideo hasta Berna, e integrara, de último momento, el equipo campeón del mundo, en 1954.  

Era un tipo solitario, muy tranquilo, amarrado al lugar donde nació (Essen, a las orillas del rió Ruhr), descendiente de mineros, bebedor, fumador, con cara regordeta e inflada, poseedor de un humor lacónico que le hacía pronunciar palabras breves pero ingeniosas. Como muchos de los héroes del futbol, era un antihéroe en la vida real. Pero a la gente le gustaba que él era como ellos. Porque se lo podían encontrar por la noche, en la taberna o en algún lugar común, y le podían dar una palmada en el hombro a ese futbolista que al día siguiente los maravillaba con su desempeño en el estadio, o bien, que acabara chocando su automóvil en un accidente de tránsito con consecuencias al terminar las tertulias.

Nunca vivió de la fama. Si acaso aceptaba las cervezas que le invitaban en las tabernas mientras relataba, en corto, como había vivido aquel par de goles que les anotó a los húngaros imbatibles hasta ese día. Cuando la gesta del 54 se llevó a la gran pantalla en “El milagro de Bern”, Helmut no quiso participar como asesor de la película y se hizo a un lado. Los escritores tuvieron que perfilar al jefe como el amigo de un niño que se convirtió en el padre sustituto del muchacho, quien ya le había guardado luto a su verdadero progenitor, desaparecido en el frente ruso, durante la segunda guerra mundial.

Amigo y padre (sustituto) de un niño que significaba la esperanza de una nación devastada y condenada por el mundo. Eso representaba Rahn en la película, con todos sus defectos. Porque lo pintaron como un tipo rebelde, respondón, alegre, inquieto, ansioso y bebedor. Puskas dijo que aquellos alemanes “jugaban echando espuma por la boca”, insinuando un posible dopaje que desató un escándalo muchos años después. Pero la figura de Rahn nunca perdió ese cariño popular que despertó con sus goles y con su forma de ser.

Después de aquella selección del milagro, en donde Herberger seleccionó a aquellos que cumplían a rajatabla con sus estándares, a excepción de Rahn, la Mannschaft adquirió un estilo poderoso y rígido. El equipo jugaba al futbol como si fuera una maquinaria. Hombres con una fortaleza sobresaliente. Disciplinados. Guerreros. Mentalizados. Fríos. Calculadores. Ese era el sello de los equipos nacionales alemanes, aunque por ahí se llegó a colar un personaje que trató de emular a Rahn: Gerd Müller llegó a romper la marcialidad futbolística de los germanos pero también rompió redes sin consideraciones y logró el segundo título mundial, en casa, veinte años después del milagro.

En 1990 Alemania levantó su tercera Copa del Mundo con su estilo basado en ese poder y determinación. Y en 2006 volvieron a ser sede del mundial y a partir de entonces los apellidos de los integrantes de la Mannschaft reflejaron la multiculturalidad de una nación que de nueva cuenta lidera en todos los sectores del planeta. Jugadores de origen polaco, turco, tunecino, español y ghanés integran el equipo nacional. Es aquí en donde se da un relevante y romántico enlace genético entre Helmut Rahn y el significado de una nación que nació, dice la metáfora, con el gol del milagro. Jerome Boateng, hijo de padre ghanés y madre alemana, es sobrino nieto de “der boss”. Si la primera metáfora provocó que Alemania se perdonara a sí misma de las atrocidades del nazismo, esta segunda metáfora, la de los genes de Rahn, consolida el rumbo de una nación que vuelve a romper sus moldes rígidos, por lo menos en el terreno de juego.

Helmut Rahn nació el 16 de agosto de 1929 y murió el 14 de agosto de 2003. Pretextos más que suficientes para recordar al jefe en la quincena del octavo mes. 

La conspiración de Old Trafford

En la Liga inglesa, donde abundan los hombres duros, (Roy Keane) es el más duro.
John Carlin

Sir Alex Ferguson es un monarca absolutista. Su palabra es ley en Old Trafford y el largo reinado en el Manchester United (ha rebasado el cuarto de siglo) le ha convertido en una especie de santo patrono para aquellos entrenadores que son desechados tras las malas rachas o por impaciencia de los directivos del futbol. La figura del escocés es casi mitológica y en el imaginario popular, sólo la muerte o una enfermedad que le impida seguir, le podría quitar el tridente de los Diablos Rojos. Él mismo ha llegado a poner en la agenda el tema de su retiro, aunque hace no mucho tiempo, hubo una conspiración en Old Trafford.

Roy Maurice Keane, el conspirador, nació el 10 de agosto de 1971, en Mayfield, “la ciudad de los pobres”. Es irlandés, “residente de Cork por la gracia de Dios”. De tradicional cuna pobre y muy católica. Fue el cuarto hijo de cinco. Indiferente, por completo, en los estudios. Pero fueron la furia y la desesperación de conseguir lo que no tenía, los factores que encendieron las calderas de sus entrañas: quiso ser boxeador y acabó siendo un futbolista forjado con la mentalidad y las habilidades del pugilismo.

Desde los ocho años empezó a jugar al futbol con el equipo en el que pasaron sus tíos y sus hermanos: el Rockmount AFC. La agilidad, la velocidad y la disciplina que le dieron las artes guerreras del boxeo le proporcionaron una superioridad psicológica cuando los demás niños lo aventajaban debido a su corta estatura y su timidez. La talla y su figura le cerraban las puertas del primer filtro para llegar al profesionalismo. Las negativas de los equipos irlandeses hacían fila en su ánimo. Casi se da por vencido. Su perro Ben fue su consuelo en esos momentos. Los largos paseos le dieron serenidad. Apenas tenía 14 años pero su renuncia a los estudios le obligaba a diseñar el rumbo de su vida. Trabajó en un bar, cargando barriles de cerveza. También tuvo un empleo con un proveedor de la policía local en el que tenía que raspar láminas oxidadas de automóviles. Y en primavera se iba en bicicleta a recoger papas en los campos de cultivo. Dice que se acuerda mucho de esas épocas cuando le llega a doler la espalda.

Un día le recomendaron que escribiera cartas a los grandes clubes ingleses. El Derby, el Sheffield, el Aston Villa, el Chelsea y el Nottingham Forest respondieron sus misivas: muchas gracias, no hay vacantes. Jugó su última carta. Obstinado, fortaleció su cuerpo con arduos entrenamientos y se convirtió, como él mismo se define en su autobiografía, en un caballo de batalla con personalidad brillante que luchó por objetivos y por cada pelota.

Lo fichó un club de la segunda división irlandesa con sede en el último puerto que tocó el Titanic. El Cobh Ramblers F.C. le dio la oportunidad que tanto buscó y en un año, uno de los equipos ingleses que lo rechazaron por correspondencia, le contrató.  Por 250 libras a la semana y un acuerdo de treinta y seis meses, Keane jugaría para el Nottingham Forest. El plazo no se cumplió. El Manchester United lo compró en 1993, pagaron 3.75 millones de libras por él, y protagonizó 480 partidos, anotó 51 goles, ganó siete ligas, cuatro copas de Inglaterra, una Champions League y una Intercontinental, hasta el día en que Ferguson le echó en cara la conspiración.

De las doce temporadas con los Red Devils, durante ocho años portó el gafete de capitán. Después del Sir, él mandaba en el campo de juego. ¿Por qué? Porque era un líder con carácter, con fortaleza, con determinación y agresividad. Un caballo de batalla que atacaba y defendía con bríos. Iba por todo siempre. Si le daban una, la regresaba con la misma intensidad, ni más ni menos. Temido por los rivales y respetado por compañeros, aunque si invertimos los factores, el producto no se altera.

Este es una descripción brillante que hace Borja Barba en diariosdefutbol.com:

Es un ser despreciable. Todo el mundo comparte esa afirmación. Un canalla, un pendenciero, un hijo de puta, vaya, para qué andarnos con eufemismos. Pero es ‘nuestro hijo de puta’. Es ese tío que está dispuesto a partirse la cara por defender la causa, nuestra causa. Un fulano al que poco le importan las consecuencias personales, porque él mira por el colectivo. Siempre. Cuida cada detalle. Que nadie se meta con los nuestros, porque como él se entere la arrancará la cabeza y le dejará bien claro con quién puede y con quién no puede meterse. Es la guerra sobre el césped llevada casi al extremo. Lo que alguien acertaba a definir, en esencia, como una suerte de moderna guerra de tribus.

Hay dos capítulos violentos, entre muchos, que lo definen: sus pleitos, cara a cara, con Patrick Vieira y una vendetta que cobró tras cuatro años de espera. En 1997, en una trabada con el noruego del Leeds, Alf Inge Halland, Keane se tronó los ligamentos de la rodilla. El rival le exigió que no fingiera. El 21 de abril de 2001, cuando Halland jugaba para el Manchester City, el capitán rojo le planchó la rodilla. Ley del talión. Suspendido tres partidos y multado con cinco mil libras en primera instancia. Cinco juegos más y ciento cincuenta mil libras de castigo, cuando redactó en su autobiografía que "el que la hace la paga. Él obtuvo su recompensa. Me lesionó y mi actitud es de ojo por ojo".

De ahí que tenga un apodo de miedo: Psycho. Porque para este hombre no había contención de los enojos. Si estos capítulos se sacan de contexto acabarán siendo episodios de rudeza antideportiva y hasta censurados por las moralinas. Hay que recordar que sólo fue expulsado en diez ocasiones, durante toda su carrera. Además, es un guerrero tribal irlandés nacido en la parte más rebelde de la rebelde Irlanda. Por eso se vieron, en este hombre obsesionado, las conductas opuestas del ser humano. Se les reveló la ciencia ficción del Doctor Jekyll y Mister Hyde, aunque a estas alturas el propio Ferguson se había apoderado del primer personaje y Roy ya no podía dejar de ser el segundo. Para los mancunianos era “su hijo de puta”. Para los demás aún sigue abierta la interminable lista de calificativos.

Si se contabilizan las patadas y puñetazos que Keane llegó a soltar, la cantidad sería considerablemente menor que el número de palabras que el irlandés ha pronunciado o escrito para marcar su territorio, para defender a los suyos, para evadir o bien para provocar situaciones premeditadas. Su espíritu siempre tiende a la rebeldía y sus puños se cierran, canalizando el poder de sus intenciones.

Raúl Fain Binda, de la BBC, alguna vez hizo una analogía entre los gustos que Ferguson tiene por los pura sangre y las características de los jugadores que han sido emblema de su equipo: fogosos, incansables, que nunca se dan por vencidos, que cuando galopan hacen temblar a sus rivales y cimbran a sus compañeros. Sabiéndolo o no, el mismo Kaene se comparó con un caballo. Fain Binda continúa perfilándolo. “Cree que es la única persona sensata y responsable en una muchedumbre de oportunistas y chambones, de flojos y pícaros”.  Y así lo utilizó y justificó Sir Alex para controlar su reino hasta que el caballo se desbocó.

En 2002, Irlanda llegó a la Copa del Mundo. Unos días antes del arranque, Keane criticó en una entrevista para un diario de Dublin al seleccionador Mick McCarthy y a sus compañeros. Le exigieron cuentas y los insultos al técnico rebasaron los límites y fue excluido del equipo, que estaba concentrado en Saipán. Así entraba a la tercera edad de los futbolistas. Golpeaba menos pero hablaba más. Dijo que soñaba con ser técnico del Manchester United, nada raro en los hombres mandones de Ferguson. Por aquel entonces el equipo se estaba renovando y no se cosechaban los grandes triunfos y tras una estrepitosa caída en Middlesbrough, Mister Keane replicó la escena de Saipán ante la MUTV (Manchester United Televsion). Con sus palabras devoró a todos, incluido su mentor.

Aquel caballo de guerra, fogoso e incansable, mordió la mano del amo. Conspiró. Y Old Trafford le cantó por última vez “al tirano ausente, el ídolo de la grada”, como bien lo apuntó Diego Torre en su crónica para el diario español El País. “El del Villarreal fue el primer partido que el Manchester jugó en su campo sin su viejo capitán. Y el público le dedicó un homenaje oficioso. Oficioso y breve. Apenas un minuto de ruido y una pancarta en el anillo: Keane 1993-2005 Leyenda Roja".

El mismo día en que salió por la puerta de atrás del Teatro de los Sueños, treinta equipos lo quisieron fichar. La conexión irlandesa fue más fuerte que el resto y se fue al Celtic de Glasgow para retirarse, en el 2006. De inmediato se hizo entrenador y ha tenido que afrontar su mayor miedo: las derrotas. Como buen irlandés confía en lo que no puede ver y desconfía de lo que ve. Sin duda alguna que volverá a poner en marcha esa conspiración de la que fue señalado.