El Chato de Galdácano

En el número 28 de la calle Txomin Egileor hay un hermoso caserío vasco del siglo XV construido con rocas milenarias y vigas y pilares de ese árbol, el roble, que unifica a una cultura fantástica. Está en Galdácano (Galdakao), cerca de Bilbao, en Vizcaya. Tiene ocho habitaciones y ocho mesas en el salón comedor, porque alrededor de ese número se ha concebido algo muy especial. Es un hotel, pero también es un hogar. El rojo y el blanco acentúan la ancestral arquitectura e insinúan un glorioso pasado. Uno de sus sólidos muros está consagrado al recuerdo emocionante de un hombre que ahí vivió feliz y pleno. Mirar cada una de las fotografías enmarcadas permite volver en el tiempo y verlo posando o en acción, precisamente con ese número ocho, lo mismo en San Mamés, en el Parque España de México o en el Viejo Gasómetro de Argentina. Son instantáneas que cautivan, que roban suspiros, que generan asombro.

Es él, el niño que nació en Basauri un 16 de marzo de 1912 y quien quedó huérfano de padre a los nueve meses. Es el joven, avecindado en ese caserío de Galdácano, quien tomó los votos de la nueva religión en efervescencia: el futbol. Y que se consagró, desde los 17 años, como uno de sus grandes sacerdotes en la misma Catedral de San Mamés, levantando cuatro copas y predicando el éxito con cuatro ligas conquistadas para el Athletic de Bilbao. Si es él, el Chato (txato), el primer español que anotó un gol en la historia de las Copas del Mundo (se lo hizo a Brasil, de penal, en 1934) y es el mismo fenómeno del que hablan los abuelos mexicanos que lo vieron jugar en el Euskadi y en el Real Club España. Es, también, aquel que dejó picados a los fieles de Boedo cuando se lastimó al quinto partido y no pudo volver a jugar con el San Lorenzo de Almagro.
Talentoso interior, unos dicen que por derecha, otros que por izquierda, tal vez en ambas posiciones. Constructor del juego, inteligente al decidir en jugadas a balón parado y con instinto absoluto de gol.  Poseedor de un prodigioso físico y un disparo descomunal. Arquetipo de futbolista, dirían las crónicas antiguas, sin ostentación ni vano alarde, rico de formas, proporcionado. Púgil del balón y estampa vigorosa de la raza vasca.

Su hermano Víctor vaticinó que el pequeño sería futbolista. A los 14 años repartió su tiempo entre la escuela  (aprendió contabilidad) y el balón. Preguntaron pronto por él en otros reinos pero ya estaba ofrecido a San Mamés y fue uno de sus valientes leones. Quien le vio jugar relata que era incansable. Dicen que a diario subía al monte al amanecer para fortalecer sus músculos y serenar la mente. Hombre sin vicios. Buena persona, de nobles sentimientos, blando de corazón, fraterno, inteligente, siempre sonriente, muy querido. Anotó goles por racimos, es el quinto mejor anotador del histórico bilbaíno. Ciento setenta y nueve tantos en 240 partidos, repartidos en diez temporadas. Logró 8 Hat Tricks y un buen día, 18 de noviembre de 1934, el ramillete fue de siete, en una goleada impresionante (10-0) al Alavés, en el campeonato regional. 

Fue un 27 de mayo de 1934 cuando anotó esos goles mundialistas. Eran las dieciséis horas con 48 minutos en el estadio Marassi, en Génova, cuando desde los once pasos disparó el tiro penal para batir las redes defendidas por el brasileño Pedrosa, siete minutos más tarde marcó el segundo. Lángara anotaría el tercero y Leónidas el de la honra para los sudamericanos.
En 1935 (julio y agosto) vino a México con el Athletic de Bilbao. Hay una maravillosa foto de los vascos portando sendos sombreros de charro, entre los magueyales. El Chato le anotó cuatro goles al América (en dos partidos) y uno al Real Club España.

Con la guerra civil llegó un largo exilio para José. Dejó al mejor Athletic de todos los tiempos y emprendió la travesía con el Euskadi. Querían decirle al mundo lo que el pueblo vasco estaba viviendo. A través del futbol los portentosos atletas sentaron postura sin decir una palabra. Primero en Europa, luego en América. En México participaron en la liga mayor, temporada 1938-1939, y pudieron haber sido campeones de no ser por la múltiple contratación de sus jugadores en el futbol argentino que acabó por desmembrar al equipo que se quedó en México. Aún así, el Asturias apenas le sacó un punto al Euskadi al final del torneo. El Chato fue uno de los que permanecieron hasta terminada la campaña y finalmente partió a Buenos Aires en 1939, fichado por San Lorenzo de Almagro.  Al quinto partido se lastimó y no se pudo recuperar. Aún así se quedó hasta 1940. Fue en ese lapso, según el historiador mexicano Gerson Zamora,  cuando conoció a Roberto Guevara, el padre del “Ché”. En alguna de las muchas biografías del revolucionario, se cuenta que Ernesto coleccionaba cromos de futbolistas y sus favoritos eran los de los vascos, por dos grandes e indiscutibles razones: su calidad futbolística y el compromiso que adquirieron con su pueblo en medio de la guerra.

El Chato volvió a México, vivió la transición del amateurismo al futbol de paga y fue campeón, en ambas épocas, con un equipo aplanadora que marcó para siempre a todo aquel que los vio jugar: el Real Club España.

En 1946 regresó a Bilbao para cerrar su larga trayectoria como futbolista en San Mamés. También volvió a su casa, en Galdácano, esa maravillosa construcción levantada por sus ancestros a roca y madera. Cuando se retiró optó por ser entrenador del Athletic, con el que conquistó la copa de 1950, y de algunos otros equipos como el Celta de Vigo, el Valladolid y el Hércules. 
Se casó con Conchita Bengoetxea, cuando ya había rebasado el medio siglo de vida. Tuvo dos hijos: Joseba y María José. El Hotel Iraragorri y el restaurante Petit Komité fueron su idea. El caserío vasco del siglo XV quedó abierto al visitante. Administró y atendió su negocio con su esposa. Seguramente de algo sirvieron los conocimientos de contaduría que adquirió en la juventud, cuando no le dejó su destino entero a la pelota. Y ahí vivió pleno y feliz hasta que murió a los 71 años, el 27 de abril de 1983. Recientemente, su esposa y sus hijos restauraron el hotel. Los blancos y los rojos identifican el lugar con magia y buen gusto. Las ocho habitaciones y las ocho mesas del Petit Komité son un homenaje silencioso al número de su posición y esa pared con las fotografías estremece a todo aquel que se planta frente al muro, su muro. Cuando pasen por el número 28 de la calle Txomin Egileor, recuerden que ahí vivió José Iraragorri Ealo, el Chato de Galdácano.

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