Prípiat y su estadio fantasma

El balompié no es tan antiguo como para someterlo al carbono 14, sin embargo hay una región en el mundo en donde todo fue condenado a 24 mil años de aislamiento. La vida y, desde luego, todo lo relativo al juego en esa zona fantasma ha quedado en el abandono absoluto. Así, como ruinas de la antigüedad, emergen las tribunas, los marcos, los vestuarios y los lúgubres pasillos de lo que, hace menos de medio siglo, iba a ser un modesto estadio de futbol.

En Prípiat, esa pequeña ciudad junto a la maldita planta nuclear de Chernóbil, vivieron casi todos los trabajadores al servicio del reactor hasta ese 26 de abril de 1986. Justo en esas fechas, la ciudad, fundada en 1970, celebraba su gran época de esplendor. Había alrededor de cincuenta mil habitantes y la arquitectura progresista le iba otorgando una identidad muy particular que giraba alrededor del bienestar. Los soviéticos estaban orgullosos de su tecnología atómica. El clima del lugar era muy cómodo, a pesar de los crudos inviernos. La cultura, la educación y el deporte complementaban los ideales de vida. 

Cientos de fotografías nos muestran un estadio devorado por la vegetación, tatuado con el óxido del olvido y las grietas que arrugan el concreto con el paso del tiempo. El campo de juego es un bosque en ciernes que en épocas de invierno acentúa el exterminio. Es escalofriante sumergirse en esas instantáneas y es desconcertante cuando uno se entera que ese inmueble quedó inmaculado porque nunca se inauguró. Apenas iba a abrir sus puertas el 1 de mayo de 1986, cinco días después de la tragedia.

El estadio Vanguardia de Prípiat formaba parte de un complejo deportivo: cancha de futbol, pista atlética, alberca, gimnasio, etc. Ahí jugaría el Stroitel, el equipo semiprofesional de la ciudad. El campo de juego sólo sirvió para que los gigantescos helicópteros evacuaran a la población y esa sólida tribuna central con asientos de madera y una minúscula sección techada quedó en desuso por lo menos durante los próximos 24 mil años.

El jardinero del infierno

Saben que esa inmensidad está tan viva como ellos. Sienten como respira, como se nutre del sol, del agua, del aire. Tienen una rutina estricta. Nunca descansan. Jamás desfallecen. Le temen al frío y mucho más al granizo. Siembran y cultivan pedazos de vida que se superponen en una superficie tersa. Es al amanecer cuando el campo les dice lo que van a necesitar ese preciso día y nunca es igual. Preparan los tractores, calibran las cuchillas y como alquimistas preparan cócteles químicos para combatir plagas indeseables. Al cabo del tiempo se hacen uno con ese voraz césped que crece con sus condiciones. Trabajan en equipo y lo hacen para un equipo. Sufren cuando los indolentes pies pisan a su criatura sin el respeto necesario. Se enfurecen cuando los ignorantes se burlan de la sagrada vida del verdor. Hoy quiero hablarles de uno en especial.

Filemón Consuelo se hizo jardinero desde el día que llegó a la mayoría de edad. Le tocó un reto mayúsculo. Ese campo, ubicado de oriente a poniente, y a más de 2500 metros sobre el nivel del mar, le exigió el mayor tiempo de su vida. Desde pastos ingleses hasta este espécimen africano que tiene ahora el estadio Nemesio Diez fueron fielmente cuidados por él y sus muchachos. Siendo jardinero cultivó su propia vida. Su noble y ancestral trabajo le dio estabilidad a su familia, educación a sus hijos, y plenitud personal a sí mismo porque Don File no le debía nada al destino. Nunca se resignó a esa franja invernal que se secaba cada temporada y que rompía la armonía de su querida alfombra esmeralda. Así cómo otros maestros le enseñaron, él fue un gran instructor. Ejemplo de su cuadrilla y del club escarlata. Llegaba puntual vestido con elegancia y pulcritud. Cambiaba sus ropas y el hombre, en una mágica metamorfosis, adquiría un aspecto terroso y húmedo, así como el binomio tierra-hierba. Parecía un gran árbol lleno de marcas de vida. Sólido y macizo. Generoso. Sabio. Bondadoso. Respetuoso.

Desde hace algún tiempo, la diabetes lo afectaba. Su padecimiento lo llevó a tomar terapias de oxígeno en una cámara hiperbárica. Asistía al tratamiento cada tercer día, después de que su inmenso campo vivo tenía satisfechas sus exigencias. Hasta que esa tarde de lunes, la gente que trabajaba en ese lugar se olvidó que Don File estaba dentro de esa máquina que genera bienestar al cuerpo humano, siempre y cuando aquellos que la operan le tengan respeto a la vida. Don File sentía la vida de la humanidad y del planeta en esa hectárea de pasto que quiso tanto. La gente que lo dejó morir cargará por siempre la gran culpa. El futbol ha perdido a una de las piezas claves de la tradición, porque si es difícil llegar a ser futbolista, es mucho más difícil aun, llegar a ser un jardinero de verdad.