Tirano o redentor

Por su valentía y lealtad llegó a ser el hombre de confianza del general Lázaro Cárdenas. Fue jefe del estado mayor presidencial. Nació el 30 de mayo de 1889, en Mascota, Jalisco. Su personalidad era una extraña combinación de marcialidad militar y elegancia de play boy. Nunca fumó ni bebió, y disfrutó de las canciones mexicanas.

Volteó a ver al futbol cuando se le presentó la posibilidad de convertirse en el redentor de un equipo pobre y lleno de deudas. Los prietitos del Atlante estaban en serios problemas y fue el gran cronista, Don Agustín González “Escopeta” quien le pidió que fungiera como cerebro y corazón del equipo azulgrana, que agonizaba por aquel entonces. “El Atlante se muere, general y es el equipo del pueblo”, le dijo el cronista. Apeló, entonces, a los más sólidos valores de un militar: defender los intereses del pueblo. Era el año de 1935 y, desde Palacio Nacional, el general aceptó la petición de “Escopeta”. Para no descuidar sus obligaciones, trazó una estrategia y movió sus piezas. El ingeniero Guillermo Aguilar Álvarez (padre) tomó las riendas del potro, aunque siempre bajo las órdenes del militar.

Fue en estos años cuando el futbol amateur tenía sus pequeñas mañas. Todos los jugadores atlantistas eran, por lo menos en teoría, policías de la ciudad de México, en ese amateurismo insostenible y disfrazado.

Era el equipo del pueblo y sus futbolistas se convirtieron en los soldados de un general que prefería no ver las batallas porque rara vez ponía atención a lo que pasaba en el campo de juego. Se ponía muy nervioso, cuentan algunos. Estudiaba la periferia, la forma y el fondo de la batalla, decían otros. Era un hombre de guerra con el concepto del enemigo bien definido. Jamás cruzó palabras con sus rivales mientras el balón estaba en juego.

Fue él quien logró convencer al mismo presidente de México, Manuel Ávila camacho, para limitar el numero de extranjeros en los equipos mexicanos. Bajo su mando, el Atlante logró dos campeonatos, uno en la temporada 1940-1941 y otro en 1946-1947. Así mismo ganaron tres copas y un campeón de campeones. Envejeció con el equipo y le soltó la rienda cuando su salud le quitó las fuerzas. Eso sucedió en 1966.

El 9 de febrero de 1977, justamente el año en que el Atlante descendió por primera vez a la segunda división, el general José Manuel Núñez murió. Su legado divide opiniones, unos dicen que fue un tirano, otros un redentor, pero como bien decía él: “que hablen mal, pero que hablen”.

El padre, la voz y el gol del Azteca

Como un anciano sabio guarda el conocimiento de la vida, este coloso guarda el alma del futbol. Más de cien mil toneladas de concreto armado sirvieron para construir un monumento al juego que despierta una pasión universal. Aquí se consagraron los más grandes de la historia, Pelé en 1970, Maradona en 1986, porque es un templo creado por y para el futbol. Aunque también ha sido escenario de conciertos, peleas de box, partidos de futbol americano, carreras de motocross y hasta un Papa bendijo al mundo desde el centro del campo. Han pasado 48 años desde que abrió sus puertas y fue en la mente del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez donde emanaron los primeros trazos del proyecto. Hace una década tuve el honor de platicar con él sobre su creación y me dijo que “todo en arquitectura es una serie de análisis y soluciones que se van conjugando. Ya el resultado es consecuencia”, me dijo con la firme intención de no vanagloriarse al hablar del coloso.

Dos mil quinientos hombres y tres años de trabajo fueron necesarios para concluir la obra, el triple de tiempo de lo que utilizaron los ingleses cuando construyeron Wembley, y simplemente lo necesario para crear un recinto para 100 mil espectadores y que al mismo tiempo brindara una particular cercanía del público asistente con el campo de juego. “Nosotros procuramos hacer un estadio lo más cercano posible a la cancha para hacerlo más acogedor. Esos fueron los aspectos, que fuera más acogedor y que fuera financiable”, me dijo el arquitecto.

Pedro Ramírez Vázquez siempre estuvo al pendiente de su obra. Supervisó los detalles, de principio a fin. Sin embargo, el destino no quiso que estuviera ahí aquel 29 de mayo de 1966. Esta es la anécdota que me platicó: “Estaba en España y al salir de Madrid el avión de Aeronaves de México, tuvo un accidente en el tren de aterrizaje, tronaron las llantas y nos llevamos un susto terrible. Se suspendió el vuelo y no pude encontrar una conexión que me pudiera traer a tiempo. Entonces no llegué a la inauguración”.

Los años han pasado para los hombres pero el concreto hace pensar en la eternidad porque como bien comentó el arquitecto Ramírez Vázquez “para obras de este tipo, de uso público, el estadio está, si acaso adolescente”.

Intimida, impone. En la inmensidad de sus entrañas el silencio obliga a contemplar.

“Señoras y señores, bienvenidos al estadio Azteca…” retumba con el eco profundo que provoca el estadio vacío. Desde siempre la voz del coloso ha sido la misma… imaginen la cantidad de recuerdos, de anécdotas. Mejor que nos cuente algunas el dueño de la voz, Don Melquiades Sánchez Orozco.

“Es para mi un placer, un momento realmente emocionante el acumular todos esto años con las emociones acumuladas en la tribuna y en la cancha”, dice el querido Perraco, “por eso cuando llego aquí, siendo un simple empleado, “La voz del Azteca, siento que el estadio me saluda, que las piedras me hablan y hasta me vacilan a veces por eso: ahí va al que le hablan la piedras. Pero hablando en serio, yo sí siento que el estadio de alguna manera se comunica con uno. Será por la historia, o por todo lo que uno va acumulando en el espíritu”.

A lo lejos, sobre calzada de Tlalpan viene caminando el hombre que no durmió la víspera de aquel 29 de mayo del 66, pensando en una sola cosa: marcar primero. Es Arlindo dos Santos Cruz, anotador del primer gol en el estadio Azteca.

“Yo no dormí, un solo segundo no cerré los ojos. Estuve toda la noche despierto con la vista pegada al techo del hotel. Fabricando jugadas mentalmente. Rezando y pidiendo a Dios que me diera la oportunidad para ser el anotador del primer gol de este inmueble tan bonito y tan grande”, me platicó el menudito jugador brasileño.

Las suplicas fueron escuchadas y su fe fue tan grande que al minuto 10 del juego entre el América y el Torino de Italia su vida cambió para siempre. Ese momento lo definió por el resto de su vida.

Arlindo se posiciona sobre el terreno de juego para reconstruir la jugada. “Me anticipé a dos italianos. Acomodé el balón aquí y de aquí le pegué con todo. Con toda la técnica individual”, relata con gran emoción. De pronto, comienza a caminar trazando con el índice de su mano izquierda, la trayectoria del balón que viajaba rumbo a las redes. “El balón se metió aquí, en donde las arañas hacen su nido”. Ese día celebró como si quisiera tocar el cielo.